Estas noches he estado pensando en una situación que viví hace algunos años y que me enseñó una de las lecciones más duras de mi vida. Estaba en el ministerio, sirviendo con todo mi corazón en el equipo de una iglesia local, cuando me di cuenta de que estaban circulando comentarios destructivos sobre mí y mi familia. Como eran historias inventadas, no había evidencia de las cosas que decían, de hecho, ni siquiera había acusaciones directas, solo murmullos en pasillos, mensajes de WhatsApp y la clásica frase disfrazada de piedad:
"Oremos por Simón, porque dicen que…"
Sabía perfectamente de dónde venía todo. Tenía pruebas para desmontarlo y exponer la verdad. Estoy seguro de que iba a arder Troya. Pude haberme defendido. Y créeme, quería hacerlo. Pero algo dentro de mí me hizo frenar y pensar en las consecuencias:
📌 Si respondía con la misma dureza, ¿cuántas personas quedarían heridas en el proceso?
📌 ¿Cuántas familias perderían confianza en el liderazgo y, finalmente, en la iglesia local?
📌 ¿En qué sería yo diferente a mis atacantes si mi única preocupación era "ganar" la batalla?
Entonces, contra todo pronóstico, decidí callar y apartarme. Sabía que esa decisión tendría un costo, pero entendí algo: hay batallas que, aunque las ganes, pierdes más de lo que imaginas.
David, Mical y la guerra de la opinión pública
En medio de ese proceso, un punto de inflexión fue el día que me encontré en mi lectura bíblica con la historia de David, cuando su esposa Mical lo criticó por danzar con todas sus fuerzas ante Dios en medio del pueblo. Mical, hija del exrey Saúl, lo veía desde una ventana y pensó que su comportamiento era indigno de un rey. Se burló, lo menospreció y se aseguró de hacerle saber su desprecio (esto de las relaciones tóxicas no es algo nuevo).
David pudo haber respondido con furia, podía haber puesto su autoridad sobre la mesa y exigir respeto. Aún más, a Mical le podría haber costado la vida. En lugar de eso, David reaccionó de una forma que me marcó:
"Si dancé, lo hice para agradar a Dios. Y si te parece que me rebajo, seguiré haciéndolo." (2 Samuel 6:21-22)
David entendía algo que yo aún estoy aprendiendo: no tenía que probarle nada a nadie.
El instinto de defenderse a toda costa
Seamos honestos: nos encanta defendernos. Es casi instintivo. Defendemos nuestras ideas, posiciones y reputación como si nuestra vida dependiera de ello.
Incluso en la teología existe un área específica para esto: la Apologética, la defensa de la fe. Pero en la vida cotidiana, muchas veces no estamos defendiendo la verdad, sino nuestro propio orgullo.
Y eso es peligroso, porque…
🔹 Puedes ganar una pelea con tu pareja y perder tu matrimonio.
🔹 Puedes decirle tres verdades a tu jefe y terminar buscando trabajo.
🔹 Puedes tener la razón en una discusión con tu hijo y cerrarle el corazón para siempre.
A veces, defenderse no vale la pena. No porque la verdad no importe, sino porque el costo de esa victoria puede ser demasiado alto.
La mejor defensa es saber cuándo no defenderse
Cuando pasé por esa situación años atrás, me costó mucho no responder. Y la verdad, todavía me cuesta. Me cuesta ver cómo en nuestra cultura el silencio se interpreta como una confesión de culpa o un signo de debilidad.
Pero entonces recuerdo las palabras de Jesús ante Pilato.
En el proceso previo a la crucifixión, el gobernador romano lo tenía frente a él, listo para dictar sentencia, y le preguntó si era rey. Jesús pudo haber lanzado un discurso brillante, desmontado cada acusación. Podía haber manifestado su gloria o traer ángeles del cielo para destruirlos a todos y demostrar su punto.
Pero su respuesta fue breve:
“Tú lo has dicho.” (Mateo 27:11)
A veces, el silencio es más poderoso que cualquier argumento.
¿Cuándo vale la pena defenderse?
No estoy diciendo que nunca debemos hablar. Hay momentos en los que sí es necesario hacerlo. Jesús corrigió falsedades cuando era necesario. Pablo se defendió ante los tribunales cuando lo acusaron injustamente.
Pero también hubo momentos en los que guardaron silencio. Porque hay batallas que se ganan peleando, pero hay otras que solo se ganan dejándolas en manos de Dios.
Si hoy sientes la urgencia de defenderte, te invito a hacerte estas preguntas que he aprendido a hacerme cuando me siento así:
✅ ¿Estoy defendiendo la verdad o mi ego?
✅ ¿El costo de ganar esta pelea es mayor que la pelea misma?
✅ ¿Esta discusión cambiará algo, o solo desgastará relaciones importantes?
Si la respuesta no está clara, tal vez la mejor estrategia no sea levantar la voz, sino guardar la paz.
En Dios haremos proezas,