En “La Estrategia es NO Hacer Nada”, que publicamos la semana pasada, reflexionamos sobre lo que significa parar, no como señal de debilidad, sino como una forma de obedecer. Pero si el primer paso fue aprender a detenernos, el segundo es aún más desafiante: encontrar el ritmo correcto para vivir vidas plenas y no volver al mismo ciclo de desgaste y búsqueda de valor basado en nuestro desempeño.
Pero una cosa es soltar el acelerador…
y otra muy distinta es aprender a caminar al paso de Dios.
Adicto al ajetreo (y aplaudido por ello)
No tienes idea cuántas veces he estado ahí:
Contestando mensajes mientras desayuno, escuchando un audio de WhatsApp mientras reviso los correos y, de fondo, un video sobre IA sonando;
o manejando horas incontables mientras converso con ChatGPT y le pido que investigue algo específico para la próxima enseñanza.
Ahí me he encontrado incontables veces, tratando de hacer de todo y diciendo con una sonrisa cansada:
“No tengo tiempo ni para enfermarme.”
La verdad, hubo una época en la que me sentía orgulloso de eso, porque en muchos círculos, que te digan que eres alguien demasiado ocupado puede llegar a sentirse como un cumplido.
Estar ocupados es nuestra forma de sentirnos valiosos.
De ser vistos.
De no sentirnos culpables.
Hemos hecho de la sobrecarga una virtud cristiana, y hasta citamos textos bíblicos fuera de contexto para reforzar nuestra visión al respecto:
“El que no trabaje que no coma”,
“Trabaja mientras es de día…”,
incluso citamos al Señor cuando dijo: “Mi Padre todavía trabaja…”.
Pero al final hay algo que no me cuadra.
¿Por qué, si estamos “haciendo tanto para Dios”, por más que sea algo que amemos hacer, puede terminar desgastándonos y secándonos?
La verdad es que creo que la razón principal es que hemos llegado a convertirlo en un sustituto de nuestra vida espiritual.
Termina siendo más fácil hacer para Dios que ser para Dios,
En primer lugar porque muchas veces seguimos luchando con nuestro entendimiento de la gracia y nuestra necesidad de hacer para sentirnos dignos,
y en segundo lugar, porque siempre será más fácil trabajar en una tarea que en una conexión que implique mostrarnos vulnerables.
Creo que por eso John Mark Comer, en su libro Elimina la prisa, lo dijo de forma contundente:
“La prisa es la gran enemiga de la vida espiritual.”
No hace falta que el lado oscuro nos absorba y nos convierta en malas personas para desconectarnos de Dios y de una vida piadosa.
A veces, solo basta con mantenernos demasiado ocupados.
Nos cuesta trabajo aceptarlo, pero vivir con prisa no es compatible con una vida de fe.
Y aunque lo sabemos en nuestra mente, algo dentro de nosotros se resiste a frenar.
Porque sutilmente hemos aprendido que descansar es lujo,
que el reposo es para los flojos,
y que “no hacer nada” es prácticamente un pecado.
¿O cuándo fue la última vez que alguien en una iglesia fue felicitado por decir:
“No voy a tomar ese compromiso. Estoy planeando tomar un tiempo de reposo”?
Dios también descansa (y lo llama santo)
Hay una imagen que no me puedo sacar de la cabeza:
Un Dios que trabaja seis días… y al séptimo, hace algo increíble: nada.
En el relato de la creación, que está en el libro del Génesis, Dios no solo descansa:
Él santifica el descanso.
Le pone un nombre. Le da dignidad. Lo hace parte de su obra.
Y si revisamos la Biblia, ese ritmo aparece una y otra vez:
En el maná del desierto, cuando Dios enseñó al pueblo a recoger doble el sexto día y no salir el séptimo.
En el mandamiento del sábado: “Seis días trabajarás, pero el séptimo es día de reposo para el Señor tu Dios.”
En la promesa de Jesús: “Vengan a mí los que están cansados… y hallarán descanso para sus almas.”
En la casa de Marta y María, donde Jesús elogió a la que estaba sentada, y no a la que corría de un lado a otro.
Pero hay un detalle en la creación que a veces pasamos por alto:
Cuando Dios crea al ser humano, lo hace al final del sexto día.
Y justo después de crearlo, bendecirlo y darle propósito, viene el séptimo día…
EL DIA DE REPOSO.
Es decir, lo que para Dios fue el séptimo día, para el hombre fue su primer día.
El ser humano no comienza su historia trabajando.
Comienza descansando sobre lo que Dios ya hizo.
Ese orden lo cambia todo.
Nos recuerda que nuestra labor no nace del afán, sino de la confianza.
Que trabajamos desde el reposo, no para merecerlo.
Este ritmo tiene que ver con la soberanía de Dios, sí, pero también con su ternura.
Es como si Dios dijera:
“Antes de pedirte que hagas algo, quiero que sepas que todo lo esencial ya está hecho.”
Trabajamos sobre una base terminada.
Servimos desde un lugar seguro.
Avanzamos porque primero descansamos.
La prisa nos quiere convencer de que el valor está en hacer, no en ser.
Pero el ritmo de Dios no comienza con productividad.
Comienza con el disfrute de Su presencia.
No hay reposo sin confianza
En Hebreos 4 (texto del que hablamos el articulo anterior), no se conecta el reposo de Dios con la Tierra Prometida como solemos pensar, sino con algo más profundo: el descanso que trae confiar en Su cuidado.
Cuando el autor de Hebreos dice: “Hoy, si oyen su voz, no endurezcan el corazón”, está citando directamente al rey David en el Salmo 95.
Pero David, en ese salmo, está apuntando a un momento muy específico en el Éxodo: el día de la provocación.
Ese día, el pueblo de Israel estaba sediento en el desierto, camino a la Tierra Prometida. Y por causa de la sed y la falta de agua, se desesperaron.
Pero el problema no fue la sed.
Fue la actitud con la que la enfrentaron.
Dios ya había hecho milagros. Los había sacado con mano poderosa, abierto el mar, enviado maná.
Y aun así, ante una nueva crisis, comenzaron a quejarse diciendo:
“¿Está o no está Dios con nosotros?”
Y una vez más, como cada vez que enfrentaban un desafío, buscaban refugio en la seguridad que les daban los dioses que ellos mismos se habían creado, y hablaban de apedrear a sus líderes y devolverse a la esclavitud en Egipto.
La duda constante, el corazón endurecido, el reclamo desconfiado… todo eso los sacó de la posibilidad de entrar en Su reposo.
Dios no se molestó porque tenían sed. Está bien no estar bien.
Se molestó porque, después de todo lo que habían visto, todavía no confiaban en lo que Él les había dicho que ya había preparado para ellos.
Y eso se reflejaba en sus acciones.
Y eso es lo que Hebreos quiere decirnos hoy:
Al reposo no se entra por nuestras acciones… se entra por fe.
No se entra por esfuerzo… se entra por confianza.
Es como cuando haces un viaje largo en carro: no hay forma de que los pasajeros se relajen si desconfían del conductor y del vehículo.
A veces creemos que no descansamos porque no podemos.
Pero la verdad es más incómoda:
no descansamos porque no confiamos.
Es hablarle a la roca, no golpearla
Uno de los momentos más tristes en esa historia es la actitud de Moisés en reacción a la actitud de su gente.
Ya lo dijimos: ellos tienen sed. Se quejan. Se desesperan. Retan a Dios y a sus líderes.
Y Dios le dice a Moisés: “Toma la vara… y háblale a la roca.”
Pero Moisés, frustrado, no le habla.
Le grita al pueblo… y golpea la roca. Dos veces.
Agua sale, sí. Y bastante.
Pero Dios no está complacido.
¿Por qué?
Porque esa acción simboliza algo muy profundo:
cuando creemos que la provisión depende de nuestra fuerza y no de Su palabra.
Cuando olvidamos que, en esta etapa, no se trata de producir agua a golpes, sino de hablarle a la roca y dejar que Dios responda.
En una ocasión anterior (Éxodo 17), Dios sí le había dicho a Moisés que golpeara la roca.
Pero esta vez, la instrucción había cambiado.
Ahora no era fuerza.
Ahora era reposo.
Confianza.
Palabra.
Golpear la roca cuando debías hablarle… es como forzar un milagro en lugar de confiar en lo que Dios ya prometió.
¿Cuántas veces nos hemos visto ahí?
Golpeando nuestro cuerpo, llevándolo a un extremo poco saludable para que produzca más resultados.
Golpeando nuestras emociones, sometiéndolas a tratos abusivos (nuestros y ajenos) para tratar de tener un poco más de valor y aceptación en ciertos lugares.
Golpeando a quienes fuimos llamados a cuidar para que produzcan un fruto que no es el resultado de procesos, sino de imposiciones.
Nada de eso viene del reposo.
Nada de eso viene de la confianza.
Yo habito en SU reposo
Cuando en Hebreos Dios dice: “No entrarán en mi reposo”, no está hablando de una cama cómoda, ni de unas buenas vacaciones.
Está hablando de su propio reposo. El mismo del séptimo día.
El lugar desde donde ya todo está hecho, porque Jesús lo hizo en la cruz por nosotros.
¿Te acuerdas del artículo que escribimos el Viernes Santo?
Así como el gozo del Señor es nuestra fuerza (no porque yo esté alegre, sino porque Él se alegra sobre mí),
el reposo del Señor es nuestro descanso.
No porque yo me tire al piso a respirar profundo,
sino porque habito en el ritmo de lo que Él ya hizo.
Isaías lo describe así:
“Los que esperan en el Señor tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán.” (Isaías 40:31)
No se trata de dejar de actuar.
Se trata de movernos sin desgastarnos, porque no estamos impulsados por el miedo, la ansiedad o la desesperación.
Estamos impulsados por la confianza en el Señor.
Reposar también se aprende (y se practica)
En lo personal, estoy aprendiendo (a veces a tropezones) a guardar un tiempo de reposo semanal.
Un día donde no produzco, no planifico, no resuelvo.
Y no por holgazanería, sino por confianza.
No es fácil.
Me cuesta no revisar el teléfono, no justificarme diciendo que debo “aprovechar el tiempo”.
Pero cada vez que lo logro, descubro algo:
Dios no se detiene cuando yo paro.
Y creo que esto no es solo para pastores.
Ni siquiera solo para personas que van a una iglesia.
Es para todo ser humano que, de alguna forma, ha intentado sacar agua a golpes, vivir de prisa, trabajar sin parar, y termina sintiéndose vacío.
Si eres líder en cualquier ámbito —una empresa, una casa, una cocina, una moto de delivery—, este principio también es para ti.
El descanso es un acto espiritual, pero también tiene un ritmo físico.
Yo creo que lo ideal sería esto:
Un día a la semana: parar, desconectarte, entregarle a Dios el control.
Un fin de semana cada tres meses: para reevaluar, restaurar y reordenar.
Un mes al año: donde puedas resetear por completo. No para huir, sino para escuchar. (Vacaciones, le llaman.)
Y sí, sé que suena “inviable” para muchos de nosotros.
Lo sé porque lo he vivido.
Pero esa es precisamente la batalla del reposo: confiar que Dios es quien sostiene, no nosotros.
Salmo 23 no dice:
“El Señor es mi Pastor, y por eso trabajo sin parar.”
Dice:
“En lugares de delicados pastos me hará descansar… confortará mi alma.”
Eso es lo que queremos.
No solo una pausa física, sino una restauración interior.
Porque si no entendemos el reposo como una experiencia espiritual,
terminamos descansando el cuerpo pero condenando la mente.
Nos pasamos el día libres de tareas, pero llenos de culpa, ansiedad o distracciones.
Y ese no es el descanso que Dios diseñó.
No se trata solo de dormir más,
Aunque eso es vital y necesario.
Se trata de vivir desde una confianza más profunda.
Porque en Dios haremos proezas (y descansar es una de ellas).
Simón.
Que realidad tan palpable y actual. Gracias!