Esta madrugada, mientras manejaba en silencio por las calles aún dormidas, me encontré sumergido en pensamientos sobre mi vida: mi familia, el ministerio, mis proyectos… Sentí esa presión familiar que llega cuando las cosas no se dan exactamente como uno las planea. Mi primera reacción fue la de siempre: intentar resolverlo todo y buscar la manera de asegurarme de que cada detalle estuviera bajo control. Mientras conducía, escuchaba la Biblia dramatizada y nuevamente me encontré con la historia de Moisés, pero esta vez, oyéndola, se me hizo muy claro cómo Moisés, por intentar resolver las cosas por su propia cuenta, terminó en un exilio inesperado. Pronto, me sentí identificado con esa necesidad de que todo sea perfecto, como lo imaginamos en nuestros sueños, aunque para lograr eso tuviera que llevar todas las cosas a un nivel de presión tan extremo que puede llegar a ser poco saludable para mí mismo y para quienes me rodean. De manera inconsciente, parece que siento que necesito “darle una ayudadita” a Dios porque las cosas no se están moviendo lo suficientemente rápido para mi gusto.
La Trampa del Salvador
Imagino que sabes de qué hablo. Sí, ese síndrome del que padecemos muchos, especialmente quienes en algún momento ocupamos posiciones de liderazgo, padres de familia o quienes llevamos cierta autoridad. Es esa compulsión por “ayudar” a todo el mundo, esa necesidad de resolver los problemas propios y ajenos, pero en nuestros términos y en nuestro tiempo, creyendo que si no intervenimos nosotros, las cosas inevitablemente saldrán mal.
No sé si te pasa con frecuencia, pero llegamos a un lugar o conocemos a una persona o vemos los hijos de alguien e inmediatamente comenzamos a fantasear con todo lo que podríamos hacer para mejorarlo todo, y en nuestros momentos más salvajes podemos hasta perder la paciencia y decir la típica frase: “si me dan un chance yo lo resuelvo”.
He aprendido con la experiencia que eso está mal de muchas maneras, aunque venga de una buena intención. Recuerdo que cuando plantamos nuestra primera iglesia por allá en 2003, una de las cosas más difíciles de lograr en los primeros años fue tener un buen equipo que dirigiera la adoración. No porque no hubiese gente buena y con ganas, sino porque yo venía de haberlo hecho por años, y cada vez que sentía que se podía hacer mejor, simplemente intervenía y tomaba el control de las cosas, aunque fuera a mitad de las reuniones del domingo. En una etapa me vi siendo quien iniciaba las reuniones, tocaba el piano, dirigía las canciones, hablaba de la generosidad, enseñaba, hacía la oración final y dirigía el desmontaje de los equipos. Había mucha gente, pero nadie lo hacía como yo esperaba.
Cada vez que tengo la oportunidad de conversar al respecto con algún líder mas joven procuro no dejar de hacerlo, porque aprendí de la manera dolorosa y esa etapa de mi vida es algo de lo que no estoy orgulloso. No solamente porque yo era la causa de que las cosas no funcionaran mejor (aunque yo quería exactamente lo contrario), sino porque estoy seguro que en esos años fui una verdadera pesadilla para los que estaban en ese equipo.
Lo más doloroso de esta trampa es que no solo limita el desarrollo de quienes nos rodean, sino también el nuestro. Al querer ser siempre el héroe, nos negamos la oportunidad de aprender la valiosa lección de confiar y delegar, algo esencial para cualquier líder, padre o simplemente para crecer como persona.
Lo que aprendí con los años es que el impulso de querer salvar al mundo es algo que no necesariamente desaparece, pero que el fruto del Espíritu de Dios en nosotros produce dominio propio. Y desde la experiencia entendí que al asumir responsabilidades que no me corresponden, inevitablemente termino desgastado emocional y espiritualmente, y puedo terminar incluso dañando relaciones cercanas.
Aprendiendo de Moisés: El Poder de Delegar
Mientras pensaba en esto, profundicé en la vida de Moisés, un líder increíble pero que en su juventud experimentó precisamente este síndrome de necesitar ser “El Salvador”. Quiso hacer justicia con sus propias manos cuando un egipcio estaba golpeando a un esclavo hebreo, y en su búsqueda de justicia terminó asesinando al egipcio, por lo que tuvo que huir al desierto, exiliado por su apresurada intervención. Años después, ahora siendo líder del pueblo de Israel, puedes ver a Moisés cediendo ante el mismo impulso, solo que ahora a una escala muchísimo mayor: él decidió que iba a ser el juez de paz que resolviera TODOS los conflictos de los más de tres millones y medio de personas que lideraba, por lo que no importaba si había dos personas peleando por quién era el dueño de una gallina o había un caso de homicidio por resolver, todos tenían que hacer fila para hablar con el gran Moisés. Un modelo de liderazgo que era insostenible en el mediano plazo, ya que estaba dañando al pueblo y agotando al líder, hasta que su suegro Jetro, con sabiduría sencilla, le recordó:
«No está bien lo que haces… Te estás desgastando tú mismo y desgastas al pueblo que está contigo, porque el trabajo es demasiado pesado para ti. No podrás hacerlo tú solo.» (Éxodo 18:17-18, NVI)
Desde mi perspectiva, el único beneficiado de ese modelo era el ego del líder, tú sabes lo bien que puede llegar a sentirse que todo dependa de ti? Especialmente hoy que le hacemos culto a la hiperactividad. Asumimos que estar llenos de actividades y agotados es una de las señales del éxito. Mi amigo Nic Burleson dice que cuando nos preguntan cómo estamos nos encanta decir “estoy súper ocupado, pero bien”, pero que la verdad es que no se puede estar “súper ocupado” y “bien” al mismo tiempo.
Cuando hacemos de la hiperactividad un Ídolo, el descanso llega a sentirse como un pecado. Pronto quiero escribir un poco más al respecto..
Pero bueno, volviendo a la historia de Moisés, él tuvo que aprender que, aunque era líder de la nación, no era el salvador del pueblo. Y yo tuve que aprender que yo tampoco.
Descansando en la Soberanía de Dios
Esta historia siempre me confronta profundamente. Me recuerda que, cuando me ataca este impulso en el que me pongo terco en querer controlar cada situación, en el fondo puedo estar manifestando una falta de confianza en Dios y su soberanía.
Sí, sé que es duro siquiera pensarlo, pero es una realidad que todos debemos enfrentar tarde o temprano. Cada vez que intento ser el salvador, de cierta forma, estoy diciéndole a Dios: “Creo que no lo puedes manejar solo, déjame ayudarte un poco”.
Por otro lado, cuando aprendo a descansar en la soberanía de Dios, cambia no solo mi forma de liderar, sino también cómo expreso mi amor y cómo me relaciono emocionalmente. Una de las cosas más valiosas de este proceso es que como dijo Jorge Drexler, aprendemos a amar la trama más que el desenlace. Comenzamos a valorar más el camino que los resultados inmediatos. Disfrutamos más de las relaciones y nos liberamos del estrés constante que produce la necesidad de controlar todo.
Sé que soltar el control puede llegar a sentirse aterrador porque implica soltar nuestros miedos más profundos. Pero justo ahí está la belleza del evangelio: Jesús nos invita no solo a soltar nuestras cargas, sino a dejarlas en Sus manos amorosas. Cuando soltamos nuestras cargas en Él, expresamos fe auténtica, una confianza profunda en que Su amor y cuidado son suficientes.
Constantemente Dios nos está invitando a dar ese paso de fe, a confiar en que Él es suficiente. Podemos descansar en Él sabiendo que incluso en nuestros momentos más oscuros, Su fidelidad y amor permanecen. Soltar es difícil, pero hacerlo en las manos de Dios es la decisión más liberadora y transformadora que podemos tomar.
Un ejercicio práctico que procuro hacer en las diferentes áreas de mi vida es revisar estas 4 cosas:
Pregunto: ¿Esta es un área donde te cuesta delegar?.
Si es así busco: ¿Estoy tratando de controlar algo que realmente no puedo?
Identifico esas áreas vengo con ellas a Jesus y me arrepiento de mi necesidad de control y pido ayuda a Dios para confiar plenamente en Él.
Finalmente defino: ¿Qué acción específica puedo tomar hoy mismo para soltar ese control que me desgasta?
El impulso de querer ser el salvador constantemente nos va a acechar.
El desafío es recordarnos cada vez que ya tenemos un salvador y que su obra es más que suficiente.
El reto es aprender a descansar en Él y soltar a los pies de Jesús esa necesidad de querer resolver todo por nosotros mismo.
El llamado es a hacer menos, enseñar más y confiar en el verdadero Salvador.
Descansemos en El.
Porque en Dios haremos proezas,
Simon.
Diego! Que brutal lo que cuentas!
Gracias por compartir tu experiencia, especialmente porque es algo de lo que poco hablamos.
Un abrazo a la distancia.
Gracia y Paz,
Simón.
Hola simón saludos desde Colombia, que buen mensaje, sentí como Dios me hablo por medio de esta escritura vengo de un tiempo donde estuve muchos años experimentando ser el salvador; cargado con miles de cosas,queriendo resolverlo todo yo, por que si yo no lo hacía creía que nadie podía hacerlo como yo,lo único que estaba haciendo era cargandome con muchos que haceres diarios y al final me di cuenta que no podía resolverlo todo que aunque me esforzará y diera todo de mi habían situaciones que no podía resolver. Esta semana pude experimentar esa sensación de dejar y soltar las cargas a mi señor Jesús y en estos momentos me siento tranquilo, en paz ,con gozo, y mi cuerpo por supuesto mucho más descansado. Que bueno es saber que Dios ya lo hizo por mi que el nuestro salvador y que nosotros no somos autosuficientes. ..
Simón un fuerte abrazo desde la distancia y que mi buen Dios te siga dando esa sabiduría para que nos sigas compartiendo tus experiencias y un mensaje de salvación a traves de la palabra de Dios.
Dios te bendiga👏🏼